Pero
vosotros los que dejáis a Jehová, que olvidáis mi santo monte, que ponéis mesa
para la Fortuna, y suministráis libaciones para el Destino; Isaías 65:11
Ernesto
Pérez, lo habían bautizado, luego de que naciera ese martes 13 hace ya cuarenta
y tres años. Ese mismo día habían empezado sus desavenencias, ya que su madre
esperaba una niña, y tuvo que salir de la habitación 313, vestido con finos
encajes rosa.
Si
alguien se tomara el trabajo de analizar seriamente el asunto, diría que entre
las posibilidades de que las cosas salgan bien o mal, para una persona, había una
cuestión probabilística, tal cual ocurre con una moneda al aire, por lo que había
idénticas posibilidades para la fortuna que para la desventura, claro que esto
no excluye la posibilidad de que la moneda en una serie muy larga de intentos
salga siempre cruz. Este era entonces su caso, todas cruces, meado por un
elefante africano, después de todo, a alguien le debería tocar y le toco a él.
Y
aunque esto, por si solo hubiese sido motivo de referencia, lo curioso no
estaba en su condición de mala suerte crónica, sino que lo sobresaliente del
asunto era como había aprendido a convivir con la situación al punto de poder
vivir con una relativa comodidad en la incomodidad más absoluta.
Ilustremos
con algún ejemplo la vida del infame, él sabía que cuando iniciara el día e
intentara bañarse, en el momento que más inoportuno, el agua se acabaría, por
lo que su aseo era el mínimo posible evitando duchas y baños de inmersión.
En
cuanto a su ropa, cambiaba su camisa antes y después de desayunar, porque sabía
que indefectiblemente se mancharía con café, té, manteca y mermelada, no
necesariamente en ese orden, por lo que si quería vestir de azul, esa seguro
seria su segunda opción.
Al
salir de su casa, llevaba dos paraguas, ya que aunque el día empezara soleado,
seguramente lo atraparía un chubasco y para cuando recurriera a la primer sombrilla,
esta estaría rota o se rompería la abrirla.
Siempre
tenía al menos dos trabajos y tarde a tarde enviaba más solicitudes, ya que estaba
seguro que pronto lo despedirían, no de uno, sino de ambos.
Como
se dijo, a pesar de todo esto, él era feliz, a su manera, pero si, era dichoso
en su desdicha.
Todo
iba mal, lo que en su caso era bueno, y ni el pronosticador más nefasto hubiera
vaticinado el suceso más funesto de su vida, aquel día dichoso en que cayó de
cara al pasto, luego de pisar una cascara de banana y encontró ese maldito trébol
de cuatro hojas.
¡Muy bueno Leo!!!! Pobre tipo, ahora solo le faltaría encontrar una herradura...
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