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brió la liviana
puerta de madera, que rechino cortando el pesado silencio de aquel viejo bar.
Puso sobre la
mesa una carpeta con cierre de hilo, y sobre ella su hermoso sombrero de ala
corta. El sobretodo fue a parar al respaldo de la antigua silla, parte de un
mobiliario exquisito, de madera clara, finamente labrados.
Pidió un café
y el diario. Cavilaba en pensamientos profundos, cuando el mozo, acerco el
pedido. Las delicadeces de aquel servicio lo cautivaban como cliente hacía más
de una década, cuando era solo un joven estudiante y se reunía con amigos en
largas tertulias intentando cambiar el mundo. El pocillo de asas que emulaban
pequeñas hojas, el platito con incrustaciones de nácar, los alfajorcitos de
chocolate, el jugo de naranjas recién exprimidas, el vasito con agua cristalina
como de deshielo.
Por la
ventana empañada podía ver el frio castigando a los transeúntes desprevenidos
que habían salido sin tomar las prevenciones para afrontar el cambio de clima.
Sorbió la aromática
infusión y apresuradamente, siguiendo un impulso irresistible anoto en la
servilleta una palabra, como si fuera la semilla de una idea que no podía darse
el lujo de perder, como si con ella se le fuera la vida.
El chirrido precedió
la entrada de otro cliente, uno de mirada torva, que el conocía bien, por más
que intentara disfrazarse de hombre, la maldad le salía por los poros como un
olor pestilente, inundando todo el recinto.
Cruzaron,
miradas, antes de que aquel cruel emisario tomara su lugar al otro lado de la
sala.
El apuro el
vaso, tomo sus cosas y partió sin mirar atrás, olvidando aquel pequeño papel,
en la que claramente podía leerse "corre".
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