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a comida
estaba preparada como de costumbre, esperándolo a la vuelta de la escuela. Su
madre esperaba ansiosa que le contara los avatares del día. No existía nada como
algo libre de grasas o sin azúcar. Las milanesas eran la contraparte crocante
del suave puré y terminar la comida era suficiente para estar saludable.
Su serie preferida se transmitía en colores
originales, en blanco y negro. No necesitaba de un equipo costoso, ni de una
pantalla 3d de 42 pulgadas para reír con la sencillez de los tres chiflados o
creerse héroe por un rato con el jinete enmascarado.
Mientras su
madre lavaba los platos, y acomodaba la cocina, el realizaba la tarea del día.
Pronto llegaría la hora de salir.
Cuando el
reloj daba las dos de la tarde y las madres descansaban un rato, era la hora
del encuentro. Caminaba los cuarenta metros que lo separaban de la casa de Ramón,
su socio de aventuras. No necesitaba usar timbre pues no había, tampoco
golpeaba las manos, esto no era efectivo. El código era el ruido de la pequeña
piedra en el techo.
Remeras
manchadas y pantalones gastados, eran
sus uniformes. Se saludaban apenas, no había tiempo para esas formalidades,
pronto empezaban el juego justo donde había quedado, antes se redefinían las
reglas para darle más coherencia. Podían ser policías, agentes, bomberos, o
simplemente los salvadores del planeta contra alguna fuerza alienígena.
Luego, vendria
el momento de la destreza, las temporadas de figuritas o de bolitas, se sucedían
sin pasar de moda. Una media gastada era el contenedor adecuado para la colección.
A veces acudían al juego jugadores foráneos, niños de otras cuadras cercanas,
otras debía uno trasladarse al estadio visitante, eso dependía de cual estaba
en mejor forma, por lo general la vereda de Don Soto era la adecuada, tenía un
gran sector donde no crecía el césped y era lo bastante pareja. Los jugadores
se disponían fuera de la chancha marcada por una línea, desde allí lanzarían su
mejor elemento esférico con el objeto de introducirlo en el agujero central al
que llamaban “opi”.
Él tenía dentro de su colección las bolitas más
codiciadas, los llamados aceritos que su padre de profesión mecánico le proveía,
esto lo ponía en una posición de privilegio ya que si alguien quería esta
mortal arma, debía inevitablemente verlo a él. Nadie ganaba o perdía demasiado,
solo lo que podía permitirse, en buenas jornadas podía quedarse con dos o tres
bolitas más en la colección, pero el objetivo no era ese, el objetivo mismo
estaba en el juego, en compartir, en las charlas, en las noticias que uno podía
recabar de “otros” lugares que la mayoría de las veces estaban a menos de dos
cuadras.
La voz de alguna de las madres, los llamaba a la
merienda, allí compartían por lo común un vaso de “tody” con unas galletitas
dulces, esta ceremonia no duraba mucho, pero era necesaria, debían reponer
fuerzas, ya que a las cinco de la tarde los jugadores se reunían en la cancha
del barrio, un terreno baldío que el tío de Javier había donado al equipo, con
la única condición de que se lo mantuviera limpio.
Los jugadores estaban dispuestos, los equipos variaban
en número, todo dependía de quienes habían podido venir. No había silbatos, réferis
ni público, se jugaba soñando en ser grandes cracs, como si todo un país
vibrara con los pases de pelota. A veces, se disponía la formación con “arquero
volante” ya que alguno de los habituales jugadores debía enfrentar alguna penalización
por haber hecho una macana en la escuela.
En el
descanso se bebía agua de la canilla del vecino de enfrente y se disfrutaba de
la sombra de aquel viejo paraíso. Alguna anécdota de color hacia correr la
palabra, los temas eran sencillos y las sonrisas eran fáciles.
El sol iba
cayendo, estiraban el tiempo, a veces con las últimas luces del día se definían
las mejores jugadas.
Llegaba el
momento de la despedida, que no era tal, solo un saludo, no había tiempo para
tales formalidades y después de todo, él sabía que mañana habría otra tarde
para volver a jugar.
Fin.-
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