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ra un tipo
de costumbres, no salía demasiado, se levantaba temprano, salía a hacer las
compras para el almuerzo y la cena, cocinaba escuchando las noticias en su
vieja spica y preparaba la mesa como para agasajar a alguna visita, pero
siempre se sentaba solo. Luego de comer y hacer una breve sobremesa, tomaba una
siestita reparadora. Se levantaba a media tarde y preparaba su mate cocido,
trozaba galletitas que sumergía en la infusión y las endulzaba con 2
cucharaditas de azúcar, comía el preparado lentamente, mirando el jardín por la
ventana de la cocina.
Ya entrada
la tarde se sentaba en la vereda y veía pasar a los vecinos y transeúntes
casuales.
En esta
época el transito era intenso, ya que su cuadra era la elegida para el paso de
la comparsa. Minutos antes de las 7, el sol caía en el ocaso y empezó a sentir
el redoble de los tambores, pum, pum, pum, pupum… Miro a ambos lados de la
calle pero no vio, nada.
Espero y
otra vez el sonido pum, pum, pum, pupum… esta vez dirigió su mirada a la
esquina de su izquierda, donde por lo general hacia punta el recorrido de las
carrozas, pero nada. El sonido era cada vez más cercano y continuo, pum, pum,
pum, pupum…
Su
curiosidad crecía a la par con su preocupación, ya que no podía ver nada pero
podía escuchar claramente el sonido de los repiques, pum, pum, pum, pupum…
Pronto vio
un estandarte que flameaba en la suave brisa veraniega, al leerlo el misterio
quedo develado, la comparsa que hacia su paso por aquel barrial corsodromo eran
los famosos “invisibles de Benavidez”.
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