Presentación:

« Las palabras con las que nombramos lo que somos, lo que hacemos, lo que pensamos, lo que percibimos o lo que sentimos son más que simplemente palabras. Y por eso las luchas por las palabras, por el significado y por el control de las palabras, por la imposición de ciertas palabras y por el silenciamiento o la desactivación de otras, son luchas en los que se juega algo más que simplemente palabras..»

Jorge Larrosa

martes, 18 de febrero de 2014

La mancha


P
odía decirse que Antonio era un tipo común, digo podría decirse pero no se decía, ya que sus familiares o amigos sabían bien que él, no era común.  Sufría de una obsesión por la limpieza que como una fuerza interior invisible dominaba y determinaba sus pensamientos y sus acciones en contra de su propia voluntad.
Un buen día, llego a su casa, ubicada en la calle Torquinst, unos minutos más tarde que de costumbre, camino por su lustroso piso de porcelanito, junto a su pared de un blanco inmaculado, cuando su mirada se centró en una pequeña mancha que se señoreaba en el centro del tabique. Su cuerpo que seguía caminando, se detuvo y dio un paso atrás acompañando su cabeza, que se mantenía en la posición necesaria para fijar la vista en aquella indeseable intrusa.
Hizo lo que cualquiera, hubiera hecho, cualquiera que tenga un severo trastorno. Se acercó hasta un palmo de aquella mancha de unos dos centímetros cuadrados, de color grisáceo y forma similar a un trébol de cuatro hojas deformado, y paso su dedo índice en reiteradas oportunidades, mientras sostenía con la otra mano su fino portafolios. Al comprobar que esta operación produjo infructuosos resultados, dejo el portafolios sobre la mesa, doblo cuidadosamente el saco, poniendo lo a un lado y se remango la camisa. Otra vez, paso su dedo índice, pero previamente lo humedeció pasándolo suavemente por su lengua. No solo no logro remover la mancha, sino que ahora parecía aumentada en intensidad, pasando de un suave gris a un negro profundo.
Había olvidado su sed, su hambre y hasta su cansancio después de un día laboral complicado, se dirigió a la cocina, se puso el delantal, tomo el estropajo y volvió a estar con el ceño fruncido y la mirada decidida, tomo posición y fregó en seco una y otra vez. Nada, otra vez la solución se le escapaba como arena entre las manos.
A paso vivo, fue hasta el lavadero, donde tomo un cubo, agua clorada, y un poco de detergente, receta suya para tratar con suciedad rebelde; mientras preparaba el mortal brebaje sonreía de costado, disfrutando el éxito de antemano. Con el estropajo embebido en tal arma química, se dio otra vez a la tarea de terminar con ese oprobio, mas su asombro, rabia e indignación llegaron a un máximo, al comprobar que la suciedad no solo seguía ahí, sino que había crecido el doble de su tamaño original.
Estaba bien de sutilezas, se dijo, defectos extremos requieren medidas extremas. Salió del recinto y volvió a los pocos momentos, vestido con su overol de trabajo y unos anteojos transparentes, muñido de una lijadora eléctrica que sostenía como rifle de asalto.
En una explosión de éxtasis, avanzo contra la mácula, poniendo en juego toda la potencia del brutal aparato, el polvo salía en todas direcciones y creaba una nube que envolvía el escenario.
Luego de unos minutos, ceso en el accionar y acompaño con un suspiro de satisfacción la comprobación de que el esperpento de su pared había desaparecido.
Los días pasaron y la satisfacción, el orgullo, la placidez original se tornó en una profunda angustia por la desaparición. Todos los días, cada hora, incluso interrumpiendo los periodos de descanso llegaba frente a lugar que ocupara aquel lamparón y lo miraba fijamente, esperando el retorno.
Tristemente entendió que la despedida había sido para siempre.

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