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acia años
había abandonado el sistema, con su nombre había dejado atrás su historia y
también su futuro. A cambio, se había hecho dueño pleno de su presente. El decidía,
nadie más, él vivía donde y como quería, no le debía nada a nadie, no compraba,
no vendía, estaba por fuera de todo circuito del capital.
Le encantaba
esa esquina, cerca de esa plaza de añosa arboleda, en la que la ciudad parecía
lindar con el bosque. Allí pasaba sus días, sus noches, sin importar el clima,
la naturaleza tenía con él un pacto de cuidado tácito.
En sus
paseos matutinos, por las calles atestadas de gente cuyas vidas corrían tras el
tener, muchos lo miraban de costado, algunos hasta se compadecían de su
andrajosa apariencia, pobres locos pensaba.
Que irónico
traidor es el destino, no se había dado por vencido, le tendería aun otra
trampa. Cuando pasaba por ese antiguo negocio, el despachante sacaba a la calle
un viejo sillón para tomar el sol, en deplorables condiciones. Inmediatamente,
ni bien sus ojos se posaron en el, su deseo hizo el resto del trabajo,
corrompiendo hasta la fibra más profunda de su corazón. Lo quiso, lo quiso para
él, para nadie más. Corrió, y en el mismo momento que puso su mano sobre cuero roto del respaldo, se perdió para
siempre.
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