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despertador chirriaba intermitentemente, los grandes números rojos que
anunciaban las 5:00 a.m. iluminaban tenuemente la habitación.
En
silencio, para no molestar el sueño de los demás integrantes de la familia, se
levantaba y mientras sintonizaba la estación
de radio acostumbrada, preparaba su ropa y se dirigía a tomar un baño.
En
la soledad más profunda y fría de aquel momento en que la noche da paso al
alba, sorbía su café, repasando mentalmente su agenda.
Tomaba
ese tren, ya atestado de cuerpos, con miradas vacías, sumergidos cada uno en sus
propios pesares.
Minuto a minuto, la aguja le marcaba los pulsos de
su monotonía, él solo se dejaba llevar, llevar a ningún lado, por esa vida
aburrida y sin sentido. No se reprochaba nada, ni siquiera incluso, la autoría
de su estado.
Volvía
a su hogar tarde a la noche, cuando ya nadie lo esperaba, comía solo, también
en silencio, faltaba poco, unos minutos más.
Así
ocurría, que cuando el día terminaba para el resto de la humanidad, el ajustaba
el reloj, volvía las manecillas atrás, solo una hora, su hora, una hora para
ser.
En
esos sesenta minutos se daba tiempo para escuchar alguna vieja canción, soñar,
anhelar y hasta reír. Era su tiempo, el que robaba noche a noche a un destino
sin color. Se permitía una lágrima, al final, antes de volver, una lagrima que
se secaba en sonrisa, pronto todo volvería a empezar.
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