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odía
decirse que Antonio era un tipo común, digo podría decirse pero no se decía, ya
que sus familiares o amigos sabían bien que él, no era común. Sufría de una obsesión por la limpieza que
como una fuerza interior invisible dominaba y determinaba sus pensamientos y
sus acciones en contra de su propia voluntad.
Un
buen día, llego a su casa, ubicada en la calle Torquinst, unos minutos más
tarde que de costumbre, camino por su lustroso piso de porcelanito, junto a su
pared de un blanco inmaculado, cuando su mirada se centró en una pequeña mancha
que se señoreaba en el centro del tabique. Su cuerpo que seguía caminando, se
detuvo y dio un paso atrás acompañando su cabeza, que se mantenía en la posición
necesaria para fijar la vista en aquella indeseable intrusa.
Hizo
lo que cualquiera, hubiera hecho, cualquiera que tenga un severo trastorno. Se acercó
hasta un palmo de aquella mancha de unos dos centímetros cuadrados, de color grisáceo
y forma similar a un trébol de cuatro hojas deformado, y paso su dedo índice en
reiteradas oportunidades, mientras sostenía con la otra mano su fino
portafolios. Al comprobar que esta operación produjo infructuosos resultados,
dejo el portafolios sobre la mesa, doblo cuidadosamente el saco, poniendo lo a
un lado y se remango la camisa. Otra vez, paso su dedo índice, pero previamente
lo humedeció pasándolo suavemente por su lengua. No solo no logro remover la
mancha, sino que ahora parecía aumentada en intensidad, pasando de un suave
gris a un negro profundo.
Había
olvidado su sed, su hambre y hasta su cansancio después de un día laboral
complicado, se dirigió a la cocina, se puso el delantal, tomo el estropajo y volvió
a estar con el ceño fruncido y la mirada decidida, tomo posición y fregó en
seco una y otra vez. Nada, otra vez la solución se le escapaba como arena entre
las manos.
A
paso vivo, fue hasta el lavadero, donde tomo un cubo, agua clorada, y un poco
de detergente, receta suya para tratar con suciedad rebelde; mientras preparaba
el mortal brebaje sonreía de costado, disfrutando el éxito de antemano. Con el
estropajo embebido en tal arma química, se dio otra vez a la tarea de terminar
con ese oprobio, mas su asombro, rabia e indignación llegaron a un máximo, al
comprobar que la suciedad no solo seguía ahí, sino que había crecido el doble
de su tamaño original.
Estaba
bien de sutilezas, se dijo, defectos extremos requieren medidas extremas. Salió
del recinto y volvió a los pocos momentos, vestido con su overol de trabajo y unos
anteojos transparentes, muñido de una lijadora eléctrica que sostenía como
rifle de asalto.
En
una explosión de éxtasis, avanzo contra la mácula, poniendo en juego toda la
potencia del brutal aparato, el polvo salía en todas direcciones y creaba una nube
que envolvía el escenario.
Luego
de unos minutos, ceso en el accionar y acompaño con un suspiro de satisfacción la
comprobación de que el esperpento de su pared había desaparecido.
Los
días pasaron y la satisfacción, el orgullo, la placidez original se tornó en
una profunda angustia por la desaparición. Todos los días, cada hora, incluso
interrumpiendo los periodos de descanso llegaba frente a lugar que ocupara
aquel lamparón y lo miraba fijamente, esperando el retorno.
Tristemente
entendió que la despedida había sido para siempre.