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on Avelino Gómez era el
farmacéutico del barrio, arrancaba su día muy temprano, desayunaba con mates y
bizcochitos junto a su mujer y salía con su ropa bien planchada y sus zapatos
brillantes a las seis menos diez en punto. Caminaba las diez cuadras que lo
separaban de su farmacia, era un tipo digamos saludador, por lo que el
recorrido le tomaba mas tiempo que a otros. –Eh! Don Alberto, - Adiós, Doña
Marcela, Uy! Don Greco, y así recorría el u trayecto.
Abría su negocio con
puntualidad de relojería, ataviado con su guardapolvo de un blanco inmaculado,
siempre correcto y bien dispuesto, para el no había mejor formula para el éxito
que atender bien a su clientela.
Ese lunes, a las nueve y
cuarto, entro por la puerta una señora forastera, de figura gruesa y con muy
poco o ningún interés por la elegancia, de vestido floreado verde con detalles
rojos, zapatos convertidos en chancletas y cartera marrón de cuero sin asas,
parecía no muy bien dispuesta.
No respondió al saludo
del cortés propietario, y se dirigió directamente a la bascula, la miro con
desden, un poco de costado como quien con la mirada le propinaba a otro una
severa advertencia. Subió, un pie iniciando las tratativas, luego de un golpe
llevo toda su voluptuosa humanidad sobre el sufrido aparato. La aguja parecía
querer dar varias vueltas, pero se contuvo, y fue yendo y viniendo hasta marcar
los ciento veinte kilogramos de peso.
El Sr. Gómez se mantenía
al margen de la maniobra pero no tenia donde escapar, el mostrador le impedía
toda salida, se encontraba a metros de la escena y por más que se hiciera el
distraído, era participe necesario de lo que ocurría.
Ella estallo en odio, su
cabeza giraba a un lado y al otro, buscando un blanco a para el chancletazo. De
pronto sus miradas se encontraron, el no podía sostenerla, su frente se había
cubierto de sudor, sus manos temblaron. Aunque su boca estaba seca como pastel
polaco, por fin, pudo articular una frase, dijo de corrido, -No le confíe a ese
instrumento señora, le pido disculpas, pues hace meses que debo arreglarla, anda
mintiendo en veinte kilos por lo menos.
Luego de unos momentos,
la mujer esbozo una sonrisa, bajo de la balanza, puso bajo el brazo su cartera,
saludo cortésmente y salio del recinto meneando pronunciadamente las caderas.
Don Gómez no solía
mentir, pero para el no había mejor formula para el éxito que atender bien a su
clientela.