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común, de cuarenta y tantos, sin sobresaltos, cansado, quizás un poco se había echado
al abandonado. No intentaba resistir, medio que se había dejado ganar. Hacia lo
que se esperaba de él, todo sin chistar, mas aquellas fantasías de cambiar al
mundo y hacerlo un lugar mejor habían quedado relegadas por los años…
Mientras
el descreía, un ser omnipresente lo
observaba a la distancia, eternamente sabio y confiado en la humanidad, mascullaba
en la soledad del poder una lección esclarecedora, hacia como dos mil y pico de
años que salvo algún zarandeo, dejaba a la humanidad en el más libre de los albedríos.
Fue
así que aquel día, mientras sorbía ese primer mate de la mañana, y sintió caer
sobre sus cienes el peso de un mundo, no percibió dolor, sino agobio, clamores
en cientos de lenguas retumbaban en sus oídos, sus ojos se nublaban por las lágrimas
que brotaban efusivamente.
Se
dirigió presuroso al lavado, y levantando la vista, casi se desploma al ver en
el espejo el flamante halo refulgente que aparecía sobre su cuerpo.
Aturdido,
dio un paso atrás, y choco con la pared, tenía la boca tan abierta que casi se ahogaba con tanto aire y las preguntas que surgían
a montones; sintió como de repente sujetaba un manual de instrucciones en su
mano izquierda.
Se
dio presurosamente a la lectura del pequeño libro, no tenía muchas páginas, eso sí, era profuso en dibujos. Como se lo temía,
el referido halo era el corolario de su inminente santificación, cuestión que podría
parecer virtuosa, mas analizando fríamente la situación tenía más contras que
pros.
Eso
no era todo, sino más bien era el comienzo, a medida que avanzara con su sacro
camino iría adquiriendo las características
propias de su condición angelical.
Además,
también había restricciones, como por ejemplo: no podía develar su condición de
santo a nadie, por lo que su primera iniciativa de burlarse de todos sus
conocidos se iba por el desagüe. Tampoco podía hacer milagros y/o maravillas en
beneficio de sí mismo, ni para familiares directos, tacho la doble por lo
previsible del impedimento. Por ultimo no podía obtener tampoco ningún rédito,
coima, soborno por su accionar apostólico, con lo que se cancelaba su última
posibilidad de poder sacar algo bueno de tal embrollo.
Con
los días, trato de digerir su suerte, más se le atragantaba como gofio, ya que a
pesar de que buscaba y buscaba, no había cláusula de caducidad o anulación en
aquel impuesto contrato.
Su
principal pensamiento estaba puesto en encontrar la forma de quitarse la beatitud. Daba largos paseos y
caminaba, en la soledad de la invisibilidad, descartando una a una, las opciones más
inverosímiles.
Primer acto:
Sentado en un banco de la plaza central, tuvo la
intención de ponerle la traba a esa viejita que estaba a punto de cruzar la
calle, con un pique corto y veloz la intercepto, al principio temía ser
demasiado enérgico, pero debía volver a su normalidad y barriéndola cual
defensor de ascenso, la pobre centenaria cayó sobre él, mas su halo protector
se comportó como una suave almohada, y la anciana quedo inmaculada, salvándose al tiempo de ser arrollada por ese
colectivo sin control que terminaba su recorrido sobre un viejo álamo. Milagro
uno. Sus pantalones de tela azul se convirtieron en una túnica de un blanco
luminoso.
Segundo acto:
Murmurando entre dientes, se levantó y sacudió Protestaba
por su mala suerte, como de una maldad tan grande podía darse una acto tan
altruista. Caminaba ahora meditando todo esto para sus adentros, pateaba
piedras sin dirección, hasta que una de ellas se proyectó directamente sobre la
cabeza de una malhechor que sostenía amenazante un arma exigiéndole el bolso a
una dama, cayo redondo. Milagro dos. Un áureo aro se colocó sobre su cabeza
como un faro lumínico que alumbraba todo.
Tercer acto:
El mundo se encontraba en su contra, trato de
vociferar las más suculentas palabrotas, mas solo salían de sus labios
armoniosas melodías románticas.
En una
ventana cercana, sacaba afuera medio cuero una hermosa señorita, gritando y
llorando, pues tras ella aparecían amenazadoras llamas. Nunca había visto pelo más
largo, rostro más bello, curvas tan proporcionadas. Lamento no tener alas para
ayudarla. Milagro tres. Obraba bien, ahora de pensamientos, logrando plumíferas
extremidades.
Al
recibir ese beso de agradecimiento se sonrojo, paso sus manos por la pequeña
cintura, y la acurruco entre sus alas, sonriendo de costado, pensó: después de
todo, no estaba tan mal ser “El santo”
Es
palabra de…
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