Tiempos
aciagos aquellos, se dejaba atrás la épica futbolera del mundial México ’86, y aprovechando
el fagote, se sucedían incidentes extraños en la monótona cotidianeidad de un
barrio demasiado al sur del gran Buenos Aires.
El micifuz de la Sra. Sayago,
hacía varios días que no frecuentaba las casas de techos bajos en la calle Serrano,
todos lo sabían, bien pues la chapas se mantenían silenciosas, sin ese
repiqueteo característico de aquel felino galán.
Del
fondo de los Airaldi, habían vaciado la soga de colgar y todas las prendas íntimas
de la Señora, habían desaparecido. Por último y lo más preocúpate, los
corrillos de esquina no dejaban de llevar y traer chimentos sobre la vuelta del
hombre gato, el almacén del barrio parecía más una rueda de prensa que una despensa
de enseres.
A
la hora del ocaso, las persianas se cerraban presurosas, y se aseguraban las
puertas con pesadas trancas, era difícil vivir así…
Se necesitaba un sacrificio,
un vigilante, un héroe, un alma altruista, desinteresada, brava, intrépida, que
no tema hacerle frente a tamaño peligro, eso, eso mismo el fin de las penurias.
Más a falta de pan, buenas son las tortas, dice el dicho popular… y en este
caso era cuestión de conformarse con el Danielito, joven inquieto y desasosegado
que vivía a unas cuadras de los hechos, pero se pasaba las tardes en la calle
de tierra frente a los Aceto-Ferreyra.
Nuestro
turbado paladín, se dedicaba a subir a la terraza de su tía, y desde allí intimidar
a cuanto malhechor transeúnte que pasara por el barrio, el plan era sencillo,
amedrentar, disuadir, soliviantar a cualquier atarantado que se le ocurra hacer
campo de sus fechorías a aquella tranquila y periférica comunidad.
Para
esto no hacía uso de arma alguna, su mamarrachesca facha era más que
suficiente, para mantener al hampa a raya: remera cuello en v pegada al cuerpo
que si no fuera por su prominente panza llamaría a la reverencia de unos bíceps
bastante abultados, short de piqué celeste cortito y pegado al cuerpo, que dibujaba
formas con las que las niñas de la cuadra deliraban, unas medias de toalla
rojas, levantadas hasta las rodillas semejaban botas de cuero anglosajonas, por
último y lo más importante, la capa cuadrille, de un rojo desteñido flameando
con la brisa, completaba esa majestuosa postal.
Nadie
supo nunca de la eficacia del filántropo, algunos incluso se dieron el lujo de
tomarlo a la chacota, otras hasta se rieron abiertamente, mas tampoco
se supo de otro ilícito, no mientras de la mesa de la abuela, faltara aquel
rojo y desteñido mantel rojo cuadrille.