Nada importaba, todo era parte de su maquiavélico plan. De noche, cuando la miradas furtivas de la vecindad se entregaban al sueño, el y sus baldes de pintura harían la magia. Pincelada a pincelada transformo al zopenco en su rayado deseo. Disfruto creando su obra, porque no, su Frankenstein.
No daba crédito a sus ojos, la imagen lo dejaba sin aliento y mientras una lagrima de felicidad recorría aun su fría mejilla, recibió ese coz en las nalgas que le recordó, que el burro aunque se vista de cebra, burro queda.
Chin-pun!